Los hilos invisibles de la memoria

La memoria asociativa es un concepto nuevo para mí, aunque llevo toda la vida practicándolo sin saberlo. En mi experiencia, recordar nunca ha sido un acto ordenado ni silencioso. Es más bien una irrupción: imágenes que aparecen sin permiso, emociones que regresan con una intensidad intacta, sensaciones que se cuelan en el cuerpo antes de que pueda ponerles un nombre. 

Recordar así puede ser hermoso, pero también agotador. Hay días en los que una canción, una palabra o un olor bastan para desatar una cadena imposible de detener, como si cada recuerdo trajera consigo a todos los demás. 

Durante mucho tiempo pensé que había algo defectuoso en esa manera de recordar. Que mi mente iba demasiado rápido, o demasiado hondo.

Mientras otros archivaban memorias en compartimentos claros, yo las dejaba mezclarse, tocarse, contaminarse entre sí.

Con los años aprendí que no era desorden, sino vínculo. Que mi mente no busca exactitud, sino sentido. 

Siempre la había imaginado como un mapa vivo: uno que cambia con el tiempo, donde cada experiencia deja una marca que se transforma al conectarse con otra. No es una línea recta, sino un  tejido. Y yo me muevo dentro de él, a veces con torpeza, otras con asombro. 

Tal vez por eso algunas historias se quedan conmigo más que otras. A diferencia de muchas personas, yo no descubrí a Jane Austen con Orgullo y Prejuicio: mi primer encuentro con la autora fue con Persuasión. En su momento no me pareció un dato significativo, pero visto en retrospectiva fue una marca que influyó no solo en mi visión del amor, sino también en la de las segundas oportunidades. 

No me imagino a Elizabeth Bennet esperando por Darcy de la forma en que Anne Elliot lo hizo por Wentworth. Posiblemente mis expectativas del amor serían muy diferentes si primero hubiera leído sobre la seguridad en sí misma de Elizabeth y no sobre la abnegación de Anne. Esta última tuvo que ocultar su sensibilidad y sus deseos bajo la voz de la practicidad. Podría decirse que Anne sacrificó su felicidad inicial para mantener la aprobación de su familia, y en esa espera silenciosa encontró una fortaleza que todavía conmueve.

“Todo el privilegio que reclamo para mi propio sexo (no es muy envidiable: no es necesario codiciarlo), es el de amar más tiempo, ¡cuando la existencia o la esperanza se han ido!”

Hay canciones que transmiten esa misma melancolía de la espera. Te guardo, de Silvana Estrada, llora en cada verso con esa esperanza sin fecha de vencimiento que oprime el alma cuando nos despedimos sin querer. Cada nota parece extender el hilo de esa memoria asociativa: un puente entre el pasado que no se olvida y el presente que todavía sueña. 

Es una canción que destila añoranza por las conexiones profundas que nos marcan para siempre, y el deseo de que el futuro nos vuelva a reconectar. Es la expectativa de una segunda oportunidad, de volver a encontrarnos y que, con la distancia y el silencio, hayamos aprendido a valorar lo que se perdió. 

“Se vio obligada a ser prudente en su juventud, aprendió el romance al crecer: la secuela natural de un comienzo antinatural”.

Este texto nació mientras pensaba en El arte de ser sensible, otro ensayo sobre la identidad.

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Soy Mari, y aquí guardo lo que no cabe en otra parte: pensamientos, lecturas, fragmentos que me sostienen cuando todo parece inestable.

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