Siento nostalgia por cosas que todavía no han pasado. Tengo un archivo de recuerdos de una vida que no he vivido aún. Son como instantáneas robadas al momento: las luces neón de un concierto, el amanecer en un viaje de carretera, una ciudad que nunca he visitado, un abrazo que nunca he dado.
He escuchado toda clase de teorías al respecto, pero lo único que entiendo es que el tiempo y yo no nos movemos a la par. Me disuelvo en los bordes del presente y siempre llego tarde al eje del futuro. Es una carrera extenuante –y a veces decepcionante–, porque casi siempre me queda la sensación de que hay algo más.
En consecuencia, este año hice un trato conmigo misma: decirle que sí a todo.
No con imprudencia ni valentía impostada. Se trata, más bien, de no negarme la oportunidad. Mi ansiedad no está muy de acuerdo. Le quita el protagonismo y adopta una voz de narradora que ensaya pérdidas anticipadas.
Pero creo que estoy lista para hacer las paces con la curiosidad. Esa que tiene matices infantiles y se asombra con los pequeños detalles. Su voz ha sido silenciada por las alarmas de emergencia de la incertidumbre, las que suenan incluso cuando no hay un peligro real.
El único riesgo verdadero ha sido perder la ilusión por vivir.
O mejor dicho, dejar que viva solo entre deseos y sueños. Negarle la materialización del momento por miedo a la decepción. Como si vivir fuera algo que sigo posponiendo hasta sentirme segura.
Pero al tiempo no le importa mi sentido de la seguridad. Le soy ajena. Una extraña, como cualquier otra. No se detiene por mí. ¿Por qué habría de seguir haciéndolo yo por él?
Así que le abro la puerta a la curiosidad. Con los ojos cerrados y los puños apretados. Y, con voz vacilante, le susurro:
muéstrame qué tan increíble puede ser mi vida cuando digo que sí.
Este texto nació mientras pensaba en Coleccionista de profecías, otro ensayo sobre anticipar la vida antes de habitarla.
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