El mundo parece estar formado por hebras de colores demasiado brillantes cuando se es sensible. Es una visión hermosa, pero difícil de mostrar a quienes no la pueden ver.
Paradójicamente, también hay oscuridad dentro de la luz. Es un rompecabezas que se arma con piezas hechas de segundos que aguardan para convertirse en años. Una conexión intrínseca pero frágil.
Ser sensible implica sentirlo todo un poco más.
La belleza, si, pero también el ruido, la prisa, el cansancio. A veces es como caminar con la piel expuesta, sin la capa de protección que parece hacer más llevadera la realidad para otros.
Corre el peligro de quebrarse ante el apremio de lo cotidiano. Romperse bajo el juicio pragmático de quienes no entienden su dualidad. Es una verdad que incomoda, porque a veces exige una autenticidad que no siempre es fácil de sostener.
Algunos lo llaman espiritualidad, y puede ser tan simple como encontrar significado en lo mundano, o tan complicado como abrirle la puerta a nuestras sombras y escuchar qué nos quieren decir.
Vivimos en un mundo que premia la dureza. La eficiencia. La rapidez.
Sentir profundo suele confundirse con debilidad, cuando en realidad requiere una valentía silenciosa: la de no anestesiarse para encajar.
Sentirnos cómodos con esa oscuridad puede resultar intimidante para quienes miran desde afuera, y en nuestra necesidad de explicarnos y ser vistos podemos encontrar el vacío que deja la falta de comprensión. Nos deja con un hambre insaciable de algo que no se puede tocar, como si un abismo llamara a otro y el silencio pudiera llenarse de algo distinto a las dudas y la ansiedad.
Porque la sensibilidad y las sombras no buscan ni intimidar ni incomodar: solo quieren ser escuchadas.
Desean mirarte con una sonrisa tímida e invitarte a su mundo interior. Anhelan poder confiar, bajar las defensas y salir a jugar.
Este texto nació mientras pensaba en Dejé de ser tú para volver a ser yo, otro ensayo sobre la identidad.
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